
CAPÍTULO 1
ADRIAN
No voy a
mentir. Entrar en una habitación y ver a tu novia leyendo un libro de nombres
de bebés puede provocar que tu corazón se detenga.
─No soy
un experto ─comencé, eligiendo cuidadosamente mis palabras─. Bueno, en
realidad, lo soy. Y estoy bastante seguro de que hay ciertas cosas que tenemos
que hacer antes de que tengas que estar leyendo esto.
Sydney
Sage, la antes mencionada novia y luz de mi vida, ni siquiera levantó la vista,
aunque en sus labios se dibujó un atisbo de sonrisa.
─Es para
la iniciación ─dijo con con total naturalidad, como si estuviera hablando de hacerse
la manicura o ir al supermercado en lugar de unirse a un aquelarre de brujas─.
Tengo que tener un nombre “mágico” que ellas usan durante sus reuniones.
─Cierto.
Nombre mágico, iniciación. Solo otro día en la vida, ¿eh? ─No que yo fuera el
indicado para hablar, ya que yo era un vampiro con las fantásticas pero
complicadas habilidades para curar y obligar a la gente.
Esta vez,
conseguí una sonrisa llena, y ella levantó su mirada. Filtrándose a través de
la ventana de mi dormitorio la luz del sol por la tarde atrapó sus ojos y sacó
los reflejos ámbar en su interior.
Ellos se
abrieron con sorpresa cuando se dio cuenta de las tres cajas apiladas que yo
llevaba.
─¿Qué es
eso?
─Una
revolución en la música ─declaré, reverentemente dejándolas en el suelo. Abrí
la de arriba revelando un tocadiscos─. Vi un anuncio de que un tipo estaba
vendiéndolos en el campus. ─Abrí una caja llena de discos y saquéRumours de
Fleetwood Mac─. Ahora puedo escuchar música en su forma más pura.
Ella no
parecía impresionada, sorprendente para alguien que pensaba que mi Mustang de
1967 ─el cual ella había nombrado el Ivashkinator─ era una especie de
santuario.
─Estoy
bastante segura de que la música digital es tan pura como se puede conseguir.
Ese fue un desperdicio de dinero. Adrian. Puedo meter todas las canciones de
esas cajas en mi teléfono.
─¿Puedes
meter las otras seis cajas que están en mi auto en tu teléfono?
Ella
parpadeó con asombro y luego se volvió cautelosa.
─Adrian,
¿cuánto pagaste por todo esto?
Ondeé la
mano restándole importancia a la cuestión.
─Oye.
Todavía puedo hacer el pago del auto. Apenas. ─Por lo menos no tenía que pagar
la renta, desde que el lugar era por adelantado, pero tenía un montón de otras
facturas─. Además, tengo un presupuesto más grande para este tipo de cosas,
ahora que alguien me hizo dejar de fumar y reducir la hora feliz.
─Más bien
como el día feliz ─dijo ella con aire de superioridad─. Estoy velando por tu
salud.
Me senté
a su lado en la cama.
─Igual
que estoy velando por ti y tu adicción a la cafeína. ─Era un acuerdo que
habíamos hecho, formando nuestro propio tipo de grupo de apoyo. Dejé de fumar y
reduje la bebida a una al día. Ella había derrocado su dieta obsesiva por una
buena cantidad de calorías y había reducido el café a solo una taza al día.
Sorprendentemente, ella había tenido un momento más difícil con eso que el que
yo tuve con el alcohol. En esos primeros días, pensaba que tendría que
comprobar su rehabilitación en cafeína.
─No era
una adicción ─gruñó, aún amargada─. Más una… elección de estilo de vida.
Me reí y
atraje su cara a la mía en un beso, y solo así, el resto del mundo desapareció.
No había libros de nombres, no discos, ni hábitos. Estaba solo ella y la
sensación de sus labios, la exquisita manera en que se las arreglaban para ser
suaves y fuertes al mismo tiempo. El resto del mundo pensaba que era rígida y
fría. Solo yo sabía la verdad acerca de la pasión y el hambre que estaba
encerrada dentro de ella, bueno, yo y Jill, la chica que podía ver dentro de mi
mente debido a un vínculo psíquico que compartíamos.
Mientras
recostaba a Sydney de espaldas en la cama… tuve ese leve, fugaz pensamiento que
siempre tuve, de lo tabú que era lo que estábamos haciendo. Los humanos y los
vampiros Moroi habían dejado de entremezclarse cuando mi raza se escondió del
mundo en las Edades Bárbaras. Lo habíamos hecho por seguridad, decidiendo que
era mejor si los humanos no sabían de nuestra existencia. Ahora, mi gente y la
suya (los únicos que sabían acerca de los Moroi) consideraban las relaciones
como esta incorrectas y, entre algunos círculos, oscuras y retorcidas. Pero no
me importaba. No me importaba nada excepto ella y la manera en que tocarla me
llevaba a lo salvaje, así como su presencia serena y firme calmaba las
tormentas que asolaban dentro de mí.
Eso no
quería decir que hacíamos alarde de esto, sin embargo. De hecho, nuestro
romance era un secreto celosamente guardado, uno que requería una gran cantidad
de encuentros a escondidas y planificación cuidadosamente calculada. Incluso
ahora el reloj estaba corriendo. Este era nuestro patrón de lunes a viernes.
Ella tenía un estudio independiente para su último período del día en la
escuela, uno dirigido por una maestra indulgente que la deja salir antes de
tiempo, y correr aquí. Conseguíamos una preciosa hora de besarnos o hablar ─por
lo general besándonos, más frenéticamente por la presión hacia nosotros─ y
luego ella volvía a su escuela privada, justo cuando su pegajosa y odia
vampiros hermana Zoe salía de clase.
De alguna
manera. Sydney tenía un reloj interno que le decía cuándo se había acabado el
tiempo. Creo que era parte de su capacidad inherente para hacer un seguimiento
de cientos de cosas a la vez. Yo no. En estos momentos, mis pensamientos
estaban generalmente enfocados en conseguir quitar su camisa y conseguir ir más
allá del sostén esta vez. Hasta ahora, no lo había hecho.
Ella se
sentó, las mejillas encendidas y el dorado cabello despeinado. Ella era tan
hermosa que hacía doler mi alma. Siempre deseaba desesperadamente que pudiera
pintarla en estos momentos e inmortalizar esa mirada en sus ojos. Había una
suavidad en ellos que rara vez veía en otras ocasiones, una vulnerabilidad
total y completa en alguien que era normalmente tan cautelosa y analítica en el
resto de su vida. Pero aunque yo era un pintor decente, capturarla en el lienzo
estaba más allá de mi habilidad.
Se
acomodó su blusa marrón y la abrochó hasta arriba, ocultando el brillo de
encaje turquesa con el conservador atuendo con el que le gustaba armarse a sí
misma. Ella había hecho una revisión de sus sostenes en el último mes, y aunque
siempre estaba triste de verlos desaparecer, me hacía feliz saber que estaban
allí, esos secretos puntos de color en su vida.
Mientras
caminaba hacia el espejo en mi tocador. Llamé a algo de la magia del espíritu
dentro de mí para obtener una visión de su aura, la energía que rodeaba a todos
los seres vivos. La magia trajo una breve oleada de placer dentro de mí, y
luego la vi, esa brillante luz a su alrededor. Era su propio típico, amarillo
de un erudito equilibrado con el más rico púrpura de la pasión y la
espiritualidad. Un abrir y cerrar de ojos, y su aura se desvaneció, al igual que
la mortal emoción del espíritu.
Terminó
de alisar su cabello y miró hacia abajo.
─¿Qué es
esto?
─Hmm.
─Llegué a estar de pie detrás de ella y envolví mis brazos alrededor de su
cintura Entonces me di cuenta de lo que había recogido y me puse rígido:
brillantes gemelos con rubíes y diamantes. Y solo así, el calor y la alegría
que había estado sintiendo fueron reemplazados por una fría pero familiar
oscuridad─. Fueron un regalo de cumpleaños de la tía Tatiana hace unos pocos
años.
Sydney
sostuvo uno y lo estudió con un ojo experto. Ella sonrió.
─Tienes
una fortuna aquí. Este es el platino. Vende esto, y tendrías subsidio para la
vida. Y todos los discos que quieras.
─Dormiría
en una caja de cartón antes de vender estos.
Se dio
cuenta del cambio en mí y se dio la vuelta, su expresión llena de preocupación.
─Oye.
Solo estaba bromeando. ─Su mano tocó suavemente mí cara─. Está bien. Todo está
bien.
Pero no
estaba bien. El mundo era de repente un lugar sin esperanza, cruel, vacío con
la pérdida de mi tía, la reina de los Moroi y el único pariente que no me había
juzgado. Sentí un nudo en la garganta, y las paredes parecían cerrarse sobre mí
mientras recordaba la manera en que había sido apuñalada hasta la muerte y la
forma en que habían paseado todas las sangrientas fotografías cuando trataban
de encontrar a su asesino. No importaba que la asesina estuviera encerrada y
programada para su ejecución. Eso no traería a tía Tatiana de regreso. Ella se
había ido, a lugares en que no la podía seguir ─al menos no todavía─ y yo
estaba aquí, solo e insignificante y forcejeando...
─Adrian.
La voz de
Sydney estaba tranquila pero firme, y poco a poco, fui dragado fuera de la
desesperación que podría venir en una rápida y profunda oscuridad que había
aumentado más durante los años.
Usaba el
espíritu. Era el precio de ese tipo de poder, y estos cambios repentinos se
habían vuelto cada vez más frecuentes recientemente. Me concentré en sus ojos,
y la luz volvió al mundo. Todavía sufría por mi tía, pero Sydney estaba aquí,
mi esperanza y mi ancla. No estaba solo. No era insignificante. Tragando,
asentí con la cabeza y le di una sonrisa débil mientras la oscura mano del
espíritu relajaba su agarre en mí. Por ahora.
─Estoy
bien. ─Al ver la duda en su rostro. Presioné un beso en su frente─. En serio.
Tienes que irte. Sage. Harás que Zoe haga preguntas, y llegarás tarde a tu
reunión de brujas.
Ella me
miró con preocupación unos momentos más y luego se relajó un poco.
─Está
bien. Pero si necesitas algo…
─Lo sé,
lo sé. Llama al Teléfono del Amor.
Eso la
hizo sonreír de nuevo. Habíamos adquirido recientemente secretos teléfonos
celulares de prepago que los alquimistas, la organización para la que ella
trabajaba, no serían capaces de rastrear. No es que ellos realizaran con
regularidad un seguimiento de su teléfono principal pero ciertamente podrían si
pensaban que algo sospechoso estaba ocurriendo, y no queríamos un rastro de
textos y llamadas.
─Y yo iré
esta noche ─añadí.
Y con
eso, sus facciones se endurecieron de nuevo.
─Adrian,
no. Es muy arriesgado.
Otro de
los beneficios del espíritu era la habilidad de visitar a las personas en sus
sueños. Era una forma práctica de hablar desde que no teníamos mucho tiempo
juntos en el mundo de los despiertos y porque no pasábamos mucho tiempo
hablando en el mundo de los despiertos en estos días, pero al igual que
cualquier uso del espíritu, era un continuo riesgo para mi salud mental. Eso le
preocupaba mucho, pero lo consideraba una cosa pequeña para estar con ella.
─No hay
argumentos ─le advertí─. Quiero saber cómo van las cosas. Y yo sé que quieres
saber cómo van las cosas para mí.
—Adrian…
—Seré
breve —prometí.
Aceptó
reacia, sin parecer contenta para nada, y la acompañé a la puerta. Mientras
cortábamos a través de la sala, se detuvo en un pequeño terrario dispuesto
cerca de la ventana. Sonriendo, se arrodilló y golpeteó el cristal. Dentro
había un dragón.
No, en
serio. Técnicamente, era llamado callistana, pero raramente usábamos ese
término. Por lo general lo llamábamos Hopper. Sidney lo había convocado desde
algún reino demoníaco como una especie de ayudante. En su mayor parte él
parecía querer ayudarnos comiendo la comida chatarra de mi apartamento. Ella y
yo estábamos unidos a él, y para mantener su salud, teníamos que turnarnos para
estar con él. Desde que Zoe se había mudado, sin embargo, mi hogar se había
convertido en su residencia principal. Sydney levantó la tapa del tanque y dejó
que la pequeña criatura escamosa y dorada se escurriera en su mano. La mirada
de él se elevó hacia ella con idolatría, y no pude culparlo por ello.
—Ha
estado afuera por un tiempo —dijo ella—. ¿Listo para tomarte un descanso?
—Hopper podía existir en esta forma viviente o ser transformado en una pequeña
estatua, lo que ayudaba a evitar preguntas incómodas cuando venían personas.
Sin embargo, solo ella podía transformarlo.
—Sí.
Sigue intentando comerse mis pantalones. Y no quiero que me vea darte un beso
de despedida.
Ella le
hizo unas suaves cosquillas en la barbilla y dijo las palabras que lo volvieron
una estatua. La vida ciertamente era más sencilla de esa manera, pero
nuevamente, su salud requería que saliera de vez en cuando. Eso, y el pequeño
sehabía ganado mi cariño.
—Me lo
llevaré por un tiempo —dijo ella, deslizándolo en su bolso. Incluso si estaba
inerte, seguía beneficiándose de estar cerca de ella.
Libre de
su miradita de ojos brillantes, le di un largo beso de despedida, uno que
estuve reacio de dejar que terminara. Ahuequé su rostro entre mis manos.
—Plan de
escape número diecisiete —le dije—. Escapa y abre un puesto de jugo en Fresno.
—¿Por qué
Fresno?
—Suena
como el tipo de lugar en el que las personas beben mucho jugo.
Ella
sonrió y la volví a besar. Los “planes de escape” eran una broma corriente
entre nosotros, siempre exageradas y dichas sin ningún orden en particular. Por
lo general, las inventaba allí mismo. Lo que era triste, sin embargo, era el
hecho de que no eran más que pensamientos que algún plan real que tuviéramos.
Éramos penosamente conscientes de que estábamos viviendo en el ahora, con un
futuro que no era otra cosa más que poco claro.
Romper
ese segundo beso fue también difícil, pero finalmente ella lo logró, y la
observé alejarse. Mi apartamento parecía más mortecino en su ausencia.
Traje el
resto de las cajas de mi auto y escudriñé a través de los tesoros del interior.
La mayoría de los álbumes eran de los sesenta y setenta, con algo de los
ochenta aquí y allá. No estaban organizados, pero no hice ningún intento al
respecto. Una vez que Sydney superara su postura de que eran un derroche, no
sería capaz de evitarlo y terminaría clasificándolos por artista o género o
color. Por ahora, instalé el tocadiscos en mi sala y saqué un álbum al
azar:Machine Head de Deep Purple.
Tenía
unas horas más por delante antes de la cena, por lo que me encaramé frente a un
gabinete, mirando fijamente el lienzo en blanco mientras intentaba decidirme
cómo lidiar con mi actual asignación de pintura avanzada al óleo: un
autorretrato. No tenía que ser exactamente igual. Podía ser abstracto. Podía
ser cualquier cosa, siempre y cuando me representara. Y estaba perplejo. Podía
pintar cualquier otra cosa que conociera. Quizás no podía capturar la mirada
exacta de embeleso que Sydney tenía en mis brazos, pero podía pintar su aura o
el color de sus ojos. Podía pintar el melancólico y frágil rostro de mi amiga
Jill Mastrano Dragomir, una joven princesa Moroi. Pude haber pintado una rosa
en llamas en tributo a mi ex-novia, la que había rasgado mi corazón pero sin
embargo consiguió hacer que la admirara.
¿Pero yo?
No sabía que hacer de mí. Quizás era simplemente un bloqueo artístico. Quizás
no me conocía. A la vez que miraba el lienzo, mi frustración fue en aumento,
tenía que luchar contra la necesidad de ir a mi abandonado aparador de licores
y servirme un trago. El alcohol no necesariamente conducía al mejor arte, pero
por lo general inspiraba algo. Ya podía prácticamente saborear el vodka. Podía
mezclarlo con jugo de naranja y fingir que estaba siendo saludable. Mis dedos
se crisparon, y mis pies casi me llevaron a la cocina, pero me resistí. La
sinceridad en los ojos de Sydney ardió a través de mi mente, y me volví a
enfocar en el lienzo. Podía hacerlo, sobrio. Le había prometido que tendría
solo una bebida al día, y sería fiel a eso. Y por el momento, esa única bebida
era necesaria al final del día, cuando estaba listo para irme a dormir. No
dormía bien. Nunca he dormido bien en toda mi vida, por lo que usaba cualquier
ayuda que pudiera conseguir.
Sin
embargo mi seria resolución no resultó en inspiración, y cuando las cinco
llegaron, el lienzo permanecía desnudo. Me puse de pie y estiré las
retorceduras de mi cuerpo, sintiendo un regreso de esa oscuridad de más
temprano. Era más hambrienta que triste, unida a la frustración de no ser capaz
de hacer esto. Mi profesor de arte aseguraba que yo tenía talento, pero en
momentos como estos, me sentía como el holgazán que la mayoría de las personas
decían que era, destinado a una vida de fracasos. Fue especialmente depresivo
cuando pensé en Sydney, quien tenía conocimientos acerca de todo y podía
distinguirse en cualquier carrera que quisiera. Poniendo a un lado el problema
humano-vampiro, tenía que preguntarme qué podía ofrecerle. Ni siquiera podía
pronunciar la mitad de las cosas que le interesaban, dejándola discutirlas a
solas. Si alguna vez conseguíamos un mínimo de normalidad juntos, ella estaría
afuera pagando las facturas mientras que yo me quedaría en casa y limpiaría. Y
ni siquiera era bueno en eso tampoco. Si ella simplemente quisiera venir a casa
en la noche a agradar a la vista con su corte de cabello, probablemente haría
eso razonablemente bien.
Sabía que
estos temores corroyéndome estaban siendo incrementados por el espíritu. No
todos ellos eran reales, pero eran difíciles de quitar de encima. Dejé el arte
y salí al exterior por mi puerta, esperando encontrar distracción en la noche
que se avecinaba. El sol afuera se estaba poniendo, y las tardes invernales de
Palm Springs apenas requerían una ligera chaqueta. Era el momento favorito de
la tarde para los Moroi, cuando todavía había luz pero no la suficiente para
resultar incómoda. Podíamos soportar algo de luz de sol, no como los Strigoi,
los vampiros no muertos que mataban por sangre. La luz del sol los destruía, lo
cual era una ventaja para nosotros. Necesitábamos toda la ayuda que pudiéramos
conseguir en nuestra lucha contra ellos.
Conduje a
Vista Azul, un barrio residencial a solo diez minutos de distancia del centro
que hospedaba a la Preparatoria Amberwood, el colegio privado al que Sydney y
el resto de nuestro diverso grupo asistía. Sydney normalmente era la conductora
designada del grupo, pero esa noche ese dudoso honor había recaído en mí
mientras ella se apresuraba a su reunión clandestina con el aquelarre. Todo el
grupo estaba esperando en el bordillo afuera del dormitorio de las chicas
cuando me detuve. Inclinándome por encima del asiento del pasajero, abrí la
puerta.
—Todos a
bordo —dije.
Todos se
amontonaron. Había cinco de ellos ahora, además de mí, llevándonos al siete de
la suerte, si Sydney hubiera estado allí. Cuando habíamos llegado a Palm
Springs, habíamos sido solo cuatro. Jill, la razón por la que todos estábamos
allí, se movió a un lado detrás de mí y me lanzó una sonrisa.
Si Sydney
era la principal fuerza tranquilizante de mi vida, Jill era la segunda. Ella
solamente tenía quince, siete años más joven que yo, pero había una gracia y
sabiduría que irradiaba de ella desde ya. Sydney podría ser el amor de mi vida,
pero Jill me entendía de una manera que nadie más podía. Era difícil que no me
entendiera con ese vínculo psíquico. Había sido forjado cuando usé el espíritu
para salvar su vida el año pasado, y cuando digo “salvar”, lo digo en serio.
Jill técnicamente había estado muerta, solo menos de un minuto, pero muerta no
obstante.
Había
usado el poder del espíritu para llevar a cabo un milagroso calor de sanación y
traerla de regreso antes de que el mundo del más allá pudiera reclamarla. Ese
milagro nos había unido con una conexión que le permitía sentir y ver mis
pensamientos, aunque no funcionaba a la inversa.
Las
personas que eran traídas de esa manera eran llamadas “besadas por la sombra”,
y simplemente eso bastaría para arruinar a cualquier chico. Jill tuvo la
desgracia añadida de ser una de las dos personas que quedaban de una línea
agonizante de la realeza Moroi. Esas eran noticias recientes para ella, y su
hermana, Lissa —la reina Moroi y una buena amiga mía— necesitaba a Jill con
vida con el fin de aferrarse a su trono. Aquellos que se oponían al mandato
liberal de Lissa querían a Jill muerta, a fin de invocar una antigua ley
familiar requiriendo que el monarca tenga un miembro de la familia con vida. Y
fue así como a alguien se le ocurrió la cuestionable idea de enviar a Jill a
esconderse en el medio del desierto en una ciudad humana. Porque en serio, ¿qué
vampiro querría vivir aquí? Era sin duda alguna, una pregunta que me había
hecho a menudo.
Los tres
guardaespaldas de Jill se subieron al asiento trasero. Todos eran Dhamphirs,
una raza nacida de la herencia mezclada de vampiros y humanos desde el momento
en que nuestras razas compartieron amor libre. Eran más rápidos y fuertes que
el resto de nosotros, haciendo que sean los guerreros ideales en la batalla
contra los Strigoi y los asesinos reales. Eddie Castile era el líder de facto
del grupo, una roca fiable que había estado con Jill desde el principio.
Angeline Dawes, la fiera pelirroja, era un poco menos confiable. Y por “menos
confiable”, me refiero a “para nada”. Aunque era una matona en las peleas. La
más reciente adición al grupo era Neil Raymond, también conocido como Alto,
Apropiado, y Aburrido. Por razones que no entendía, Jill y Angeline parecían
pensar que su conducta de no sonreír era una señal de carácter noble. El hecho
de que había ido a la escuela en Inglaterra y había tomado un leve acento
británico parecía encender especialmente el estrógeno.
El último
miembro de la fiesta se hallaba de pie afuera del auto, negándose a entrar. Zoe
Sage, la hermana de Sydney,
Se
inclinó hacia adelante y me miró a los ojos con unos marrones muy parecidos a
los de Sydney, pero con menos dorado.
—No hay
espacio —dijo ella—. Tu autono tiene suficientes asientos.
—No es
cierto —le dije. En el preciso momento, Jill se movió más cerca de mí—. Este
asiento está destinado a soportar a tres. El último propietario incluso lo
equipó con un cinturón de seguridad adicional. —Aunque eso era más seguro para
los tiempos modernos, Syney casi había tenido un ataque cardíaco respecto a
alterar el Mustang de su estado original—. Además, todos somos familia,
¿cierto? —Para tener un fácil acceso el uno con el otro, habíamos hecho creer a
Amberwood que todos éramos hermanos o primos. Cuando Neil llegó, sin embargo,
los alquimistas finalmente se dieron por vencidos de hacerlo un pariente ya que
el asunto se estaba volviendo un poco ridículo.
Zoe se
quedó mirando el lugar vacío por varios segundos. Incluso aunque el asiento era
realmente largo, todavía había que conseguir que se sintiera cómoda con Jill.
Zoe había estado en Amberwood por un mes pero estaba llena de todos los
complejos y prejuicios que su gente tenía alrededor de los vampiros y dhampirs.
Los conocía bien porque la misión de los alquimistas era mantener al mundo de
los vampiros y lo sobrenatural oculto de sus prójimos humanos, quienes temían
no serían capaces de manejarlo. Los alquimistas estaban inclinados a la
creencia de que los miembros de mi tipo eran partes perversas de la naturaleza
y los mantenían separados de los humanos, para evitar que nosotros los
corrompiéramos con nuestra maldad. Ellos nos ayudaban de mala gana y nosotros
éramos útiles en una situación como la de Jill, cuando los arreglos de las
autoridades humanas y autoridades escolares necesitaban unirse detrás de
escena. Así fue como Sydney había sido originalmente arrastrada, para facilitar
las cosas a Jill y su exilio, ya que los alquimistas no querían una guerra
civil de Morois. Zoe había sido enviada recientemente como una aprendiz y se
había convertido en un enorme dolor en el trasero para esconder nuestra
relación.
—No
tienes que ir si estás asustada —dije. Probablemente no había nada que pudiera
decir que la motivara más. Ella estaba determinada en convertirse en una súper
alquimista, en gran parte para impresionar al padre Sage, quien, yo había
concluido después de muchas historias, era una completo idiota.
Zoe tomo
un profundo respiro y se armó de valor. Sin ninguna otra palabra, ella subió al
lado de Jill y cerró la puerta, apretándose a esta lo más cerca posible.
—Sydney
debió haber dejado la SUV —murmuró un poco después.
—¿Dónde
está Sage, de todos modos? Er, la Sage adulta —corregí, saliendo de la entrada
de la escuela—. No que no me guste hacer de chofer de ustedes chicos. Debiste
traerme un pequeño sombrero negro, Jailbait. —Le di un codazo a Jill, y ella me
empujo de regreso—. Podrías coser algo así en tu club de costura.
—Ella
está fuera haciendo un proyecto para la Sra. Terwilliger —dijo Zoe
desaprobadoramente—. Siempre está haciendo algo para ella. No entiendo porque
la investigación de historia quita tanto tiempo.
Poco
sabía Zoe que dicho proyecto involucraba a Sydney siendo iniciada en el
aquelarre de su profesora. La magia humana todavía era algo misterioso para mí
—y una total censura para los alquimistas— pero Sydney aparentemente era
natural. No fue una sorpresa, viendo como es natural en todo. Ella superó sus
temores con respecto a eso, justo como lo hizo por mí, y ahora estaba
completamente inmersa en aprender el negocio de su chiflada pero aun así
encantadora mentora, Jackie Terwilliger. Decir que a los alquimistas no les
gustaría eso era un eufemismo. De hecho, realmente era como lanzar la moneda y
ver qué lado los molestaría más: aprender las arcanas artes de besarse con un
vampiro. Sería casi divertido, si no fuera por el hecho de que me preocupaba lo
que le pudieran hacer los fuertes fanáticos alquimistas a Sydney si alguna vez
la atrapaban. Era el por qué el hecho de que Zoe estuviera detrás de ella todo
el tiempo lo hacía más peligroso.
—Porque
es Sydney —dijo Eddie desde el asiento trasero. En el retrovisor, pude ver una
sonrisa tranquila en su rostro, aunque siempre había una perpetua dureza en sus
ojos mientras él escaneaba al mundo por peligro. Él y Neil habían sido
entrenados por los guardianes, la organización dhampir patea traseros que
protegía a los Moroi—. Y dar el cien por ciento a una tarea es holgazanear para
ella.
Zoe
sacudió la cabeza, no tan entretenida como el resto de nosotros.
—Solo es
una estúpida clase. Ella solo necesita pasar.
No,
pensé. Ella necesita aprender. Sydney no solo aprendía por el bien de su
vocación. Lo hacía porque lo amaba. Y lo que amaría más que nada era perderse
en las angustias académicas de la universidad, donde podía aprender lo que
quisiera. En lugar de eso, había nacido para seguir el trabajo de su familia,
lanzarse cuando los alquimistas le ordenaban nuevas asignaciones. Ella ya se
había graduado de la escuela pero trataba este segundo último año tan en serio
como el primero, ansiosa de aprender lo que sea que pudiera.
Algún
día, cuanto todo esto termine, y Jill esté a salvo, nos alejaremos de todo. No
sabía a donde, y no sabía cómo, pero Sydney resolvería la logística. Ella
escaparía del dominio de los alquimistas y se convertiría en la Dra. Sydney
Sage, Doctora en Filosofía, mientras yo… bueno, hacía algo.
Sentí una
pequeña mano sobre mi brazo y miré brevemente abajo para ver a Jill mirando con
comprensión hacia mí, sus ojos color jade brillando. Ella sabía lo que estaba
pensando, sabía sobre las fantasías que regularmente tenía. Le di una débil
sonrisa de regreso.
Manejamos
a través de la ciudad, luego los alrededores de Palm Springs a la casa de
Clarence Donahue, el único Moroi lo suficientemente tonto para vivir en este
desierto hasta que mis amigos y yo nos apareciéramos el otoño pasado. El viejo
Clarence era más o menos un chiflado, pero lo suficiente amable que dio la
bienvenida a un grupo de Moroi y dhampirs y nos permitía usar su
alimentador/ama de llaves. Los Moroi no teníamos que asesinar por sangre como
lo hacían los Strigoi, pero si necesitábamos beberla al menos un par de veces a
la semana. Afortunadamente, habían muchos humanos en el mundo felices de
proveerla a cambio de pasar una vida estimulados por la endorfinas que
provocaba la mordida de un vampiro.
Encontramos
a Clarence en la sala, sentado en su enorme silla de cuero y usando una enorme
lupa para leer algún libro antiguo. Él miro arriba sobresaltado a nuestra
entrada.
—¡Aquí en
un día jueves! Que agradable sorpresa.
—Es
viernes, Sr. Donahue —dijo Jill gentilmente, inclinándose para besar su
mejilla.
Él la
miró con un ceño.
—¿Lo es?
¿No estabas aquí justo ayer? Bueno, no importa. Dorothy, estoy seguro, estará
feliz de recibirlos.
Dorothy,
su anciana ama de llaves, lucía muy feliz. Ella se sacó la lotería cuando Jill
y yo llegamos a Palm Springs. Los Moroi más viejos no bebían tanta sangre como
los jóvenes, y mientras Clarence todavía podía proveer la ocasional euforia,
las visitas frecuentes de Jill y yo proveían unas más constante para ella.
Jill se
apresuró hacia Dorothy.
—¿Puedo
ir ahora? —La mujer de edad asintió entusiasmadamente, y las dos dejaron la
habitación para ir un espacio más privado. Una mirada de desagrado cruzó por el
rostro de Zoe, aunque no dijo nada. Ver su expresión y la manera en que ella se
sentaba lejos de todos era tan parecido a Sydney en los viejos tiempos, que
casi sonreí.
Angeline
prácticamente estaba saltando arriba y abajo en el sofá.
—¿Qué hay
para cenar? —Ella tenía un inusual acento sureño por crecer en una comunidad
rural en la montaña, ahí había Morois, dhampirs, y humanos que eran los únicos
que conocía vivían libremente juntos y casados entre ellos. Todos los demás en
sus respectivas razas los miraban con un tipo de horror mezclado con fascinación.
Tan atractivo como era eso de liberal, vivir con ellos nunca había cruzado por
mi mente en mis fantasías con Sydney. Odiaba los campamentos.
Nadie
respondió. Angeline miro de rostro en rostro.
—¿Bueno
por qué no hay comida aquí? —Los dhampirs no bebían sangre y podían comer
comidas regulares como lo hacían los humanos. Los Moroi también necesitábamos
ese tipo de comida, aunque casi no lo necesitábamos en la misma cantidad.
Tomaba mucha energía mantener activo ese metabolismo dhampir encendido.
Estas
reuniones regulares se habían convertido más o menos como en una cena familiar,
no solo por sangre sino también para comida regular. Era una buena manera de
pretender que vivíamos vidas normales.
—Aquí
siempre hay comida. —Señaló en caso de que nunca lo notáramos—. Me gusto esa
comida india que tuvimos el otro día. Esa cosa masala o lo que sea. Pero no sé
si deberíamos ir más allá hasta que empiecen a llamarlo comida típica
americana. No es muy cortés.
—Sydney
usualmente se encarga de la comida —dijo Eddie, ignorando la familiar y
entrañable tendencia de Angeline para salirse por la tangente.
—No
usualmente —corregí—. Siempre.
La mirada
de Angeline se movió a Zoe.
—¿Por qué
no nos llevaste a recoger algo de comer?
—¡Porque
ese no es mi trabajo! —Zoe alzó en lo alto su cabeza—. Estamos aquí para
mantener la cubierta de Jill y asegurarnos que ella se mantenga fuera del
radar. No es mi trabajo alimentarlos chicos.
—¿En qué
sentido? —pregunté. Sabía perfectamente que esa era una cosa desagradable para
decirle pero no pude resistirme. Le tomó un momento entender el doble
significado. Al principio, palideció, luego se puso roja de rabia.
—¡Ninguna!
No soy su mayordomo. Y Sydney tampoco. No sé porque ella siempre se encarga de
esas cosas por ustedes. Debería solo estar lidiando con cosas que son
esenciales para su supervivencia. Ordenar pizza no es una de ellas.
Fingí un
bostezo y me incliné de regreso al sofá.
—Quizá
ella se dio cuenta que si estábamos bien alimentados, ustedes dos no lucirían
tan apetecibles.
Zoe
estaba muy horrorizada para responder, y Eddie me lanzó una mirada seca.
—Suficiente.
No es tan difícil ordenar pizza. Yo lo haré.
Jill
estaba de regreso para el momento que él terminó de llamar, con una mirada
divertida en su rostro. Ella aparentemente presenció el intercambio. El vínculo
no siempre estaba activo, pero parecía estar fuerte hoy. Con el dilema de la
comida resuelto, en realidad manejamos caer en una sorprendente camaradería,
bueno, todos excepto Zoe, quien solo observaba y esperaba. Las cosas fueron
inesperadamente cordiales entre Angeline y Eddie, a pesar de una reciente y
desastrosa contienda de citas. Ella siguió adelante y ahora pretendía estar
obsesionada con Neil. Si Eddie todavía estaba dolido, no lo mostraba, pero eso
era típico de él. Sydney decía que secretamente él estaba enamorado de Jill,
algo más en lo que era bueno ocultándolo.
Yo podía
aprobar eso, pero Jill, como Angeline, pretendía que estaba enamorada de Neil.
Todo era un acto por parte de ambas chicas, pero nadie —ni siquiera Sydney— me
creía.
—¿Estás
bien con lo que ordenamos? —le preguntó Angeline a él—. No hiciste ninguna
sugerencia.
Neil
sacudió la cabeza, con el rostro estoico. Él mantenía su cabello oscuro en un
doloroso, y eficiente corte bajo. Era el tipo de cosa sin sentido que los
alquimistas amarían.
—No puedo
perder tiempo por cosas triviales como pepperoni y champiñones. Si hubieses ido
a mi escuela en Devonshire, entenderías. Para una de mis clases de segundo año,
nos dejaron solos en los páramos para defendernos nosotros mismos y aprender
habilidades de supervivencia. Pasas tres días comiendo ramitas y brezales, y
entonces aprendías a no discutir sobre ningún tipo de comida que te dieran.
Angeline
y Jill murmuraron en admiración como si eso fuera la cosa más fuerte, y
masculina, que hubiesen escuchado. Eddie tenía una expresión que reflejaba lo
que yo sentía, desconcierto sobre si este sujeto era tan serio como parecía o
solo un tipo con elocuencia.
El
teléfono de Zoe sonó. Ella miro a la pantalla alarmada.
—Es papá.
—Sin una mirada atrás, ella respondió y salió de la habitación.
Yo no era
de los que tenía premoniciones, pero un escalofrío recorrió mi espalda. El papá
de Sage no era del tipo cálido y amistoso que llamaba para decir hola durante
horas de trabajo, cuando sabía que Zoe estaba haciendo cosas de alquimistas. Si
algo pasaba con ella, algo pasaba con Sydney. Y eso me preocupaba.
Apenas
presté atención al resto de la conversación mientras contaba los segundos hasta
que Zoe regresara. Cuando finalmente lo hizo, su rostro pálido me dijo que
estaba en lo cierto. Algo malo había pasado.
—¿Qué es?
—demandé—. ¿Sydney está bien? —Muy tarde me di cuenta que no debí haber
mostrado ninguna preocupación por Sydney. Ni siquiera nuestros amigos sabían de
ella y de mí. Afortunadamente, toda la atención estaba en Zoe.
—Yo… no
lo sé. Son mis padres. Se van a divorciar.
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